Ana enjuagó su boca una última vez en el austero lavabo del baño para pacientes de la clínica. Adormecida, intentaba en vano enfocar su visión borrosa en el agua que corría sobre la cerámica cuarteada. A pesar del penetrante olor a vómito se demoraba lo más que podía. No quería atravesar la puerta para regresar a su vida, a la habitación en donde se había despedido de todo lo que conocía, ni a la desesperación que la llevó a tomarse todas esas pastillas.
Ana esperaba que el camino de regreso a casa fuera un bombardeo de acusaciones como ocurría cuando hacía algo que ofendía a su familia. Sin embargo, fue un largo recorrido nocturno en el coche hasta que su madre dejó de sollozar; y después, silencio. Ver así a su mamá le despedazaba el corazón, pero no encontró las palabras para explicarle la razón de su actuar. Ni ella lo tenía claro. Aquel paseo quedaría grabado en su memoria como una rítmica secuencia de luz y sombra que apenas podía percibir con sus ojos entrecerrados por la hinchazón.
Al día siguiente, la pesadumbre de la cotidianidad era palpable cuando su madre la dejó en la puerta de la prepa. Ella aún se sentía abrumada y agotada como para guardar las apariencias en la escuela, así que decidió irse de pinta para buscar algo de paz. De los pocos lugares que están abiertos tan temprano en la mañana, el parque sonaba como el refugio perfecto. Ana se sentó en una banca vacía, se puso sus audífonos y rompió en llanto.
—¿Estás bien? —Alcanzó a escuchar sobre su música.
Se arrancó los audífonos de los oídos e iba a refunfuñar que era obvio que no lo estaba. Pero cuando volteó a ver quién le hablaba sintió que el estómago se le cayó a los pies. ¡Era una muchacha igualita a ella! Una chica bajita, de cabello largo y rizado, con el mismo lunar en el mentón – las pudieron haber confundido de no ser por la vestimenta y las alhajas tan extravagantes que traía puestas. Se le enchinó la piel y las palabras se le tropezaron en la lengua.
—¿Qué está pasando? —pudo articular Ana por fin.
—Tú fuiste la que me llamó —declaró la muchacha y se sentó a su lado.
—¡¿Quién eres tú?! —chilló Ana.
—Llámame como quieras, casi nadie puede pronunciar bien mi nombre. Para la gente soy un sentimiento. A veces sorpresa, otras veces consuelo. En ocasiones hasta ira o penitencia —dijo la chica mientras preparaba una pipa con tabaco.
—¡¿Eres La Muerte?! —exclamó Ana—. ¿Por qué te pareces a mí? ¿Qué son esas joyas tan raras?
—Tú crees que vas a morir por tu propia mano, por eso me ves con tu rostro. Lo demás son regalos que me ha ofrecido la gente, aunque no siempre puedo cumplirles los favores que me piden. Como pasó anoche —afirmó La Muerte antes de fumar de su pipa—. Resulta que no te puedo llevar conmigo hasta que cumplas con tu propósito en esta Tierra.
—No entiendo nada. Si yo tuviera un propósito no me dolería tanto vivir —aseguró Ana.
Como si se hubiera tratado de un delirio, la imagen de La Muerte se desvaneció frente a sus ojos. La única evidencia que tenía de aquel encuentro era el aroma a tabaco en el aire y el desasosiego que le había provocado la conversación. ¿Qué propósito podía ser más fuerte que la amargura que le provocaba seguir en este mundo y que la culpa que le corroía el alma por desear morir cuando muchos están peleando por su vida? Qué absurdo hablarle de designios a un suicida.
Después de pasar el día en el parque, Ana regresó a la escuela poco antes de la hora de la salida de su grupo para disimular que había faltado. Sentada en la banqueta se encontró a Isabel, una compañera con la que convivía poco, pero a quien le tenía aprecio porque siempre le prestaba sus apuntes impecables en época de exámenes.
—¿Qué pasó, Chabe? No me digas que ya no entras a clase tampoco —bromeó Ana.
Isabel respondió con una mueca que pretendía ser una sonrisa pero no dio el pego. Tomaba aliento, pero en vez de hablar se mordía los labios.
—¿Qué tienes? —preguntó Ana acongojada y se sentó junto a ella.
—Es que…si te digo me vas a dejar de hablar —dijo Isabel cabizbaja.
—Puedes decirme lo que sea, yo no te voy a juzgar —prometió Ana.
—Es que yo ya no debería estar aquí. Iba a hacer algo…pero me dio miedo no saber qué iba a pasar después —confesó Isabel con lágrimas que corrían por sus mejillas chapeadas.
Se le hizo un nudo en la garganta a Ana al escuchar hablar así a su compañera, pero entendía perfectamente a lo que se refería. Esa angustia era algo que ella conocía como la palma de su mano.
—Pues me alegra mucho que te quedaras —afirmó Ana mientras tomaba la mano de Isabel.
—Intenté hablar con mi mamá, pero ella dice que soy egoísta e ingrata por siquiera pensarlo. Que muchos ya quisieran vivir como yo. Yo creo que estaría mejor sin mí —dijo Isabel entre lamentos.
—Yo pienso que te dice eso porque no imagina la vida sin ti. Ella te ama mucho y debe estar aterrada de no saber cómo protegerte de algo que no comprende. Tal vez le duele pensar que estás rechazando la vida que te ha dado —respondió Ana.
—Pero es que sin querer le estoy robando la alegría. ¡Me da tanto remordimiento escucharla llorar en las noches! Creo que las cosas no van a mejorar nunca —contestó Isabel.
—Pues si te vas ahora no les estarías dando a esas cosas ninguna oportunidad de mejorar porque, aún si cambian, tú ya no estarías aquí para verlo —aseguró Ana—. No sabemos si esta aflicción nos soltará algún día. Quizás la decisión de marcharse es una resolución definitiva para un trago amargo temporal.
—¿Ana, tú también? —preguntó Isabel sorprendida.
Las muchachas compartieron un abrazo entrañable y, por primera vez, Ana se sintió acompañada en su lucha contra aquel implacable enemigo invisible que se aferraba a ella con sus falsas promesas de alivio. Se despidieron con el pacto de cuidarse la una a la otra.
De regreso a casa, Ana reflexionaba con la mirada fija en la ventanilla del coche. Al detenerse en un alto, una persona parada frente a una tienda llamó su atención por lo excéntrico de su atuendo. Sin poder distinguirle, se estiró para tratar de ver su cara reflejada en el vidrio del aparador, pero el nombre del negocio se la cubría completamente. Y fue entonces cuando vio su inconfundible pipa. Supo quién era de inmediato y se sintió aliviada de que se viera diferente.
En ese momento entendió que su propósito era evitar que los demás se reconocieran en el rostro de La Muerte y que no era casualidad que ella hubiera tenido que pasar por esa experiencia. ¿Quién podría conocer mejor su pena que alguien que la lleva como una cicatriz en el alma?
—¿Ma, te puedo contar una cosa? —Ana al fin tenía la claridad para romper el insufrible silencio.