Por fin había llegado el gran día. Ya había dejado de ser un cachorro paliducho y estaba listo para ir a la tierra de los humanos a conocer a mi nuevo mejor amigo. La verdad, estaba nervioso porque nunca había salido del Itzcuintlan, donde vive mi familia y, por lo que ellos dicen, el lugar más bonito del Mictlán. Pero no podía esperar para comenzar mi aventura.
Cuando llegó la hora de partir, mi mamá y mis hermanos me acompañaron hasta el puente colgante hacia la Tierra.
—Ollin, acuérdate que tu papá ya te está esperando allá, te vas derechito por donde te lleve el rastro de Emiliano —me dijo mi mamá, mientras lamía mi cabeza alborotando mi mechón.
—Sí, mamá, ya sé —rezongué volteando los ojos.
Me despedí de mi familia y empecé a caminar sobre los tablones hacia la niebla que separa los mundos.
En cuanto puse una pata en el pueblo, supe que iba por buen camino porque el rastro era inconfundible. Corrí lo más rápido que pude y esa misma noche llegué a casa de mi humano. Rasqué el portón y, en cuanto me escuchó mi papá, también rascó y ladró hasta que alguien me dejó entrar.
Fue en ese momento que vi a Emiliano. Yo ladré, di de brincos y sacudí la cola como un rehilete. Traté de decirle mi nombre y que venía a su mundo para estar con él, pero no tardé en darme cuenta de que los humanos no hablan el idioma de los xoloitzcuintles. No importaba mucho, él también parecía contento de verme.
Me gustaba vivir con mi familia humana, aunque tener a mi papá tan cerca a veces me intimidaba un poco. Ser hijo del gran Itztli, guía de las ánimas, con la piel como la obsidiana por tantas veces que les ha ayudado a cruzar el río Apanohuayan, no es poca cosa. Pero, después de todo, es la razón por la que había venido aquí: Esta sería la última vez que él acompañaría a un alma rumbo al Mictlán —a Don Lucio, el abuelo de Emiliano— y yo tomaría la estafeta para seguir cuidando de los Rodríguez, que siempre han sido buenos con nosotros.
—No hay mayor satisfacción que un trabajo bien hecho —me aseguró mi papá cuando le pregunté si extrañaría regresar a esa casa—. Estaré bien con tu madre y tus hermanos.
No hallaba la forma de decirle que yo empezaba a ver con otros ojos nuestro papel en el viaje hacia la eternidad de las personas. Ahora me sentía culpable, pues sabía lo tristes que iban a estar cuando Don Lucio se fuera con él, sobre todo Emiliano.
—Es que, sería menos doloroso para ellos saber que volverán a ver al abuelo cuando ellos hagan el mismo recorrido, pero no me entienden —gruñí pelando los dientes.
—Aunque hablaran nuestro idioma, esa es una lección que no puedes enseñarles tú, m’hijo —me contestó—. Ellos deben aprender el significado de la vida y de la muerte por sí mismos.
—¿Y cuál es el significado de la vida y de la muerte, papá? —le pregunté.
—Cada quién les da su propio significado —me respondió—. Pero no se puede separar una cosa de la otra.
—No entiendo nada —refunfuñé y me senté sobre mi cola.
—¿Qué harías en un día de tu vida si supieras que nunca morirás? —me preguntó mi papá, mientras se sentaba junto a mí—. ¿Y si, en cambio, te dijera que sólo tienes una semana de vida, pasarías el día haciendo lo mismo?
—Claro que no, sólo haría las cosas importantes porque tendría menos tiempo —le afirmé.
—Entonces, es la muerte la que le recuerda a cada persona que su tiempo es limitado y la que lo hace más valioso —me explicó.
—Entiendo —le respondí—. ¿Pero cómo le hago para explicarles que la muerte es parte necesaria e inevitable de la vida?
—Los acompañas en la Tierra y en su viaje hacia el Mictlán, para que puedan reunirse con los que aman más allá del puente colgante entre los mundos —me aseguró mi papá—. Los ayudas a cruzar el Apanohuayan y regresas aquí para hacerlo todo de nuevo, hasta que tus manchas cubran tu cuerpo entero, como su cariño envuelve tu corazón.
Pocos días después, Don Lucio y mi papá emprendieron el gran viaje. Nunca había visto al abuelo tan juguetón ni tan contento. El dolor de la enfermedad y la pesadumbre de la edad habían desaparecido por completo y se veía feliz correteando por el camino al mismísimo Itztli, célebre guía del Itzcuintlan, pero para él, su fiel compañero en los últimos años de su vida. Quizás nunca se entere de que mi papá estuvo con él desde que era niño, sólo que cada vez que regresaba de acompañar a alguien al Mictlán, sus manchas cambiaban tanto que creía que era un xoloitzcuintle diferente. Los seguí con la vista hasta que los dos desaparecieron en la bruma.
Emiliano y yo hemos pasado mucho tiempo juntos desde ese día. Me parte el corazón verlo triste. Quisiera que entendiera mi idioma para poder darle consuelo, pero sé que le alegra que juegue con él y le de lametones en la cara. No sabe cómo me llamo, pero me dice “Copete”, por mi peinado. Él es mi mejor amigo y lo acompañaré en las buenas y en las malas, en la vida y en la muerte, en este instante y en la eternidad.