Fue un día largo para Raúl conduciendo por la ciudad en su taxi el Día de Muertos. Esta fecha es una ocasión especial en su pueblo, Mixquic, y había estado llevando participantes de las celebraciones desde y hacia el panteón de San Andrés por horas sin parar. Un descanso hubiera sido más que bienvenido, pero la imagen de una mujer usando un vestido negro con un velo a juego en el portón del cementerio lo hizo reconsiderar. No podía ver su cara debajo de ese manto tan grueso, pero era obvio que estaba exhausta por cómo se recargaba contra la pared de tiempo en tiempo, como si sus piernas fueran a dar de sí. Su postura encorvada le recordaba a su madre cuando estaba en la peor etapa de la batalla contra la enfermedad que terminó por quitarle la vida unos meses antes, así que decidió preguntarle a la señora si necesitaba un viaje a pesar de que él anhelaba regresar a casa. Algo lo inspiró a asegurarse de que esta señora indefensa estuviera a salvo esa noche fría de noviembre.
Raúl se bajó de su taxi y caminó hacia la dama. Era todo un desafío andar por la banqueta con toda la gente que iba a tomar parte en las festividades. Tuvo que esquivar un par de puestos ambulantes de comida, marchantes con costales llenos de flores de cempasúchil, familias acarreando cazuelas con los platillos para sus ofrendas, y algunos niños correteándose a través de la multitud. El aroma a incienso de copal era tan intenso que sus ojos comenzaron a lagrimear y tomó respiraciones poco profundas hasta alcanzar a la mujer.
—Buenas noches, señora. ¿Quiere viaje? —le preguntó a la mujer con la voz entrecortada aguantándose la tos.
—Buenas noches. He estado esperando mucho tiempo por un taxi que me lleve a mi casa, pero todos me han rechazado por la distancia. Voy a Tepotzotlán. ¿Me ayuda? —ella le rogó.
Raúl sintió que se le hundió el estómago cuando escuchó el destino de la dama. Sabía que tomaría al menos un par de horas llegar ahí y otro par de horas para regresar, pero no podía dejar a la mujer para que se las arreglara sola. Se veía frágil y retraída, así que le sonrió y le ofreció su brazo para ayudarla a llegar a su taxi. Ella tomó su brazo arriba del codo y caminaron despacio hacia el coche. Su paso era torpe, y su mano estaba tan fría que Raúl podía sentirla aún a través de su suéter de lana. Estaba furioso con los otros conductores por haber dejado a esta mujer varada en ese lugar.
—¿Entonces, quiere que tome una ruta en especial para ir a Tepotzotlán? —preguntó Raúl cuando estaban listos para comenzar el viaje.
—¿Le importaría pasar por Tacubaya? Hace mucho que no voy y me sé un atajo —exclamó la mujer emocionada.
—No hay problema. Mi abuela vivía ahí cuando era niño. Conozco bien la colonia —afirmó Raúl.
—Es usted muy amable. Gracias por ayudarme a regresar a mi casa —respondió la dama.
Iba a ser un viaje largo por el tráfico alrededor de las plazas y cementerios donde la gente se reunía para recordar a sus muertos. Raúl estaba cansado y le dolían las piernas, pero la conversación era agradable. Él estaba consciente de que el dinero no le hacía daño, y de igual forma se sentía cómodo en la compañía de esta enigmática mujer, así que había resuelto pasarla lo mejor posible durante el recorrido contestando sus preguntas, aunque le parecieran entrometidas.
—¿Y está viviendo solo ahorita? ¿Qué pasó con su familia? —la mujer siguió entrevistando a Raúl.
—Pues, vivía con mi hermano y mi mamá, pero ella falleció a principios de año y él se mudó algunos meses después de eso. Algo acerca de que mi luto se había convertido en un lastre —él respondió.
—Siento escuchar eso. ¿Cómo está su hermano? ¿Cree que él se preocupa por usted? —ella continuó con las preguntas.
—No sé. Manuel dice que necesito encontrar mi camino en la vida otra vez, pero creo que yo ya no tengo ningún propósito —él susurró.
—Estoy segura de que él está preocupado por usted. Y también estoy convencida de que su madre no hubiera querido que usted perdiera el camino. Es natural llevar un duelo cuando perdemos a un ser querido, pero si permanece estancado en ese dolor, podría impedir que ellos descansen en paz. Los muertos sienten nuestra tristeza, ¿Sabe? Deje ir a su mamá. Ustedes ya pasaron por suficientes penas —dijo la mujer, mientras veía por la ventana.
Raúl hubiera atacado a cualquiera que hubiera criticado su manera de guardar el luto por la muerte de su madre. Sin embargo, había algo extrañamente reconfortante en el consejo de esta mujer. No encontró malas intenciones en lo que ella decía, aunque a veces pecara de franca. Mientras pasaban por las calles de Tacubaya, la dama bajaba la ventanilla del auto para asomarse, como si tratara de guardar ese momento en su memoria para siempre. A Raúl le conmovió su entusiasmo, así que condujo alrededor de la colonia y le mostró los lugares que él solía visitar con su abuela en su niñez. Todo había cambiado tanto desde la última vez que él había estado ahí en su adolescencia, pero no tuvo problemas para encontrar el camino. Estaba feliz de poder hacer esto por la mujer. Se notaba que significaba mucho para ella. A pesar de no poder ver su expresión bajo el velo tan oscuro que traía puesto, él podía sentir su alegría.
—Por favor, recuerde lo que le dije. Celebre la vida de su mamá y deje de perderse en la amargura. Cuide a su hermano y trate de encontrar algo de felicidad. Se lo merece después de todo lo que tuvo que soportar —le dijo la dama a Raúl con una voz dulce cuando llegaron al pueblo de Tepotzotlán.
—Sí, señora. Se lo prometo —afirmó Raúl.
La dama dirigió a Raúl hacia una casa elegante a unas cuadras del templo de San Francisco Javier en el centro del pueblo. Una vez estacionados afuera, ella le agradeció por el viaje, tomó su mano y la colocó cuidadosamente alrededor de un billete que sacó de su bolso. Ella salió del taxi y caminó hacia la entrada de la casa. Raúl esperó a que ella abriera el portón y le dijera adiós con la mano. Él encendió el coche y comenzó a avanzar cuando abrió su mano y vio que el billete que le había dado la dama era demasiado grande para aceptárselo. Así que detuvo el auto y revisó el espejo retrovisor para regresar a la casa.
El corazón de Raúl pegó un salto cuando la imagen en el espejo le mostró que la mujer se había levantado el velo y se trataba de su madre todo el tiempo. Un escalofrío le recorrió la espalda, aventó el billete al asiento del copiloto y pisó el acelerador a fondo para echarse de reversa hacia el portón. Con el corazón en la garganta, salió del coche y volteó hacia la entrada de la casa, pero ella ya no estaba. Ella había desaparecido en el instante que él desvió la mirada del espejo. Raúl corrió hacia el portón y lo encontró cerrado con una cadena gruesa y un candado enorme. Él gritó y golpeó el portón con fuerza, pero nadie respondió. Frustrado, regresó a su taxi y esperó unos minutos para ver si alguien abría la puerta, pero no sucedió. Recogió el billete del asiento y se dio cuenta que olía al perfume de su mamá. Lo apretó en su mano y lloró en silencio un rato en el coche antes de partir.
El camino de regreso a casa fue confuso y agridulce para Raúl. No podía entender lo que había experimentado esa noche, pero se sintió inspirado a hacer un cambio en su vida. Guardó las pertenencias de su madre y se volvió a poner en contacto con su hermano. Visitó la casa en la que se había desvanecido su madre algunas veces hasta que alguien por fin abrió la puerta. Resultó que la propiedad pertenecía a parientes lejanos que no había visto desde que eran niños; se acababan de mudar a la casa. Hasta este día, nadie de su familia cree la historia de cómo los encontró, y Raúl aún conserva en su cartera el billete que le dio su mamá para la suerte.